Otra de las veces que fui a verles me asaltó de nuevo
el monitor para contarme que mi “Very important person” que custodiábamos a
medias sólo había llorado unas cinco veces en dos horas. Y se me quedó mirando
con una expresión rara cuando yo simplemente dije “¡Hay que ver, qué niño!”
y me di media vuelta y salí de allí, dejándole con el susodicho. ¿Qué
esperaba? He pagado la entrada y no he visto en ningún sitio que no puedan
entrar llorones. ¡¡¡Para un día que puedo dejarlo en algún sitio!!!
Si al menos el muchacho supiera lo que me esperaba fuera de
allí, seguro que se habría apiadado de mí en vez de lanzarme esa mirada de
odio.
Entre medias de la gente estaba mi marido con las dos
gemelas (¡las dos!) en brazos. Y el
pobre con cara de angustia intentando evitar que se les escaparan. Me encaminé hacia él pero de pronto se
interpuso en mi camino una azafata, muy mona ella, preguntándome si sabía qué
actividades iban a desarrollarse a continuación. Le dije que no, sin apartar la
vista de mi marido que se desvivía por sujetar a las pequeñas y dejé que me
informara sobre las maravillosas actuaciones que estaban planificadas. Me
interesó una de marionetas que iba a comenzar en cinco minutos y pensé que sería
buena idea ir con las niñas. A ver si con mucha suerte, se quedaban dormidas.
Dejé de lado a la chica y llegué a la altura de mi esposo en el preciso
instante en que una de las malignas se lanzaba al vacío.
“¿Vamos al teatro de marionetas?”, le pregunté. “Bueno…”
dijo con tono desfallecido. Total, que
fuimos a la sala donde iba a empezar el evento. Y fue un llegar e
Las niñas campando a sus anchas (obsérvese el detalle del pie de Bea) |
irnos. Vamos,
que antes de que le diera tiempo a las marionetas a presentarse, ya habían
recorrido las niñas la sala unas cinco
veces con los zapatos quitados, molestando a otros niños, subiéndose en las
sillas, tirándose por los suelos… “Querido, ¿nos hemos dejado el bozal y las
cuerdas en casa?” No, no eran para ellas, eran para mí, para no morderlas y
para poder ahorcarme por tiempos... Unodostrescuatrocincoseissieteochonueveydiezzzzzzzzz…
¡¡¡Arrrgggghhh!!!
En fin, cogimos en volandas a las satánicas y salimos de la
sala. “Tanta paz llevéis como paz dejáis”, debieron de pensar los asistentes. Y
con más razón que un santo. La verdad es que el único remanso de tranquilidad
que tuve en los dos días que fuimos al Palacio de Congresos fue cuando entré yo
sola a un recital de piano que dio Javier Perianes. Y no fue una tranquilidad
absoluta, ni mucho menos, porque hay gente que parece más infantil que mis
niños. No saben que no se debe entrar a una actuación de música clásica cuando
esta ha comenzado.
Admirable que el intérprete no se perdiera ni se equivocara en
una sola nota, pero sí que miró a las puertas de la sala un par de veces. Y
después siempre está “el del papelillo del caramelo”. ¡Por diossssss!!! ¡¡Que
esto no son los toros ni el fútbol!! ¿De
verdad la gente no se da cuenta de lo que molesta con esas cosas? Si yo hubiera
sido Javier,¡¡les hubiera tirado las partituras a la cabeza!!! ¡¡Pero no las partituras de lo que estaba
tocando, que eran piezas, cortas, no, sino otras más gordas, como las de la
tercera de Mahler, que seguro que hacen más pupa!!Pero bueno, aún así, me
resultó un bálsamo el concierto. Me relajó muchísimo y me ayudó a afrontar las
siguientes horas con otro espíritu. Que
falta me iba a hacer.
Después del fracaso de las marionetas, probamos en una actividad de circo. Habían instalado un trapecio donde una chica realizaba ejercicios y los enseñaba a los niños y después ellos se podían subir a practicar. Me quedé allí con las gemelas mientras mi amantísimo iba a por los otros dos. ¡¡Y vaya horror!! No hacían más que subirse en las colchonetas. Eso sí, descalzas, que no sabrán hablar ni hacer casi nada pero quitarse los zapatos y comer, eso lo hacen estupendamente. Y encima, como le hacían gracia a los otros niños, los tenían alborotados. Todos fuera de la fila… todos queriéndolas coger… Y yo, “a ver, nene, no cojas a la niña, que pesa mucho, si es casi como tú”, “a ver, nena, deja a la niña tranquilita, ¿¿no ves QUE
¡¡De verdad, de verdad, qué estrés
más grande!! Al fin, llegó mi marido con
los otros hijos, y vi el cielo abierto. ¡¡HELP!! Las bajamos de las colchonetas
y las llevamos a otras menos concurridas y más saludables (para ellas y sobre
todo, para sus papás). Y allí pasamos un buen rato. Julia se subió en el trapecio e hizo sus pinitos. Y después hubo un
espectáculo de circo que hacían los propios monitores. Eso me gustó mucho, y sí
que estuvimos más o menos tranquilos, pues nos pusimos en el extremo de una
zona y había un pasillo enorme para que las gemelas corrieran a sus anchas sin
molestar.
Después de eso, fuimos a un taller de globoflexia que se
daba en una pequeña sala. Llena hasta arriba de padres y niños. Pues bien.
Cinco minutos. ¡¡Cinco minutos duraron las niñas quietas!!! Luego, se querían bajar, andar por la sala
(otra vez descalzas), tirarse por el suelo, subirse al escenario… y yo las dejé, porque había tanto
alboroto que pensé que el globoflexero no se daba cuenta o no le importaba,
pero de pronto dijo “a ver, esta niña, quién es el padre”. Yo miré a mi marido
y no sé cómo lo había conseguido, pero resulta que estaba debajo de la butaca,
escondido. Me dieron ganas de decir a voz en cuello “no sé quién es el padre”, pero me lo pensé mejor y me callé porque iba a ser yo la que quedara MUY mal. En
fin, que al final tuve que subir al escenario (menuda vergüenza, siempre he
querido subir a un escenario, pero bajo otras circunstancias) y bajar a las
niñas casi a rastras porque, como es lógico, no querían venirse conmigo ni bien
ni mal… Así que nos tuvimos que salir
también de allí, antes de que terminara el tema. ¡¡¡Oooommmmmmmmmmhhhhh!!!
Yo saliendo del escenario (glup) |
Esperamos a que salieran los mayores con sus perritos de
globo y por fin, nos volvimos a casa. Por supuestísimo entre lloros, quejas y
gritos de los cuatro, claro, no podía ser tan fácil salir de allí…
Y el domingo, más de lo mismo. Estuve a punto de no ir yo de nuevo con las
gemelas porque, sinceramente, tanto mi marido como yo habíamos terminado
psicológicamente agotados el día anterior. Sólo se fue él con los mayores, pero
al rato me llamó para que fuera yo también porque iban unos amigos. Y no sé
cómo lo hace, que siempre me convence. Así que allí fui de nuevo yo, con los
bichos. Como llegué a la hora de comer
nos fuimos de tapeo, qué ruina más grande con estos niños, que cualquier día me
comen a mí por una pata. Al menos cuando volvimos al palacio metimos a los
mayores otra vez en la ludoteca y los adultos nos tomamos unos copazos de
ginebra granadina y tónica que estaba para chuparse los dedos. Lo que no consiguieron fue ahogar nuestras
penas, pero casi…
Por fin, dieron las ocho de la tarde, hora de cerrar. Fui a
por los herederos mayores y me despedí amablemente de los monitores, mientras
mi hijo lloraba porque nos teníamos que ir, y no sé por qué, pero me pareció
verle al muchacho una ligera sonrisa de alivio, no entiendo la causa, la
verdad…
Y la frase “¿Cuándo volvemos al palacio, mami?” ha sido el
hit más escuchado en la semana.
Me alegro de que nuestro sin vivir haya servido para que
disfruten los peques, al menos.
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